Ego o Espíritu
En una de las clases del Taller de Automaestría del Diplomado en Psicología
de las Organizaciones de la UAI, le propuse a los alumnos que construyéramos
juntos una reflexión en torno al ego y el espíritu. Intuía que sería una
conversación interesante, aunque también podía ser irrelevante y con escasa
sintonía.
El diálogo se inició con un par de supuestos: todos provenimos de una
Fuente originaria o Uno, matriz primigenia que en su expansión nos creó. Esa
matriz compartida es lo que nos unifica pues hemos sido creado a semejanza de
ese Uno.
El segundo supuesto es que ser humanos es resultado de una división de ese
Uno en partes, donde cada uno de nosotros es esa parte individualizada y a la
vez porta la esencia del Uno, tal como una gota de agua en el océano. Somos a
la vez gota y también océano.
Al vernos como una parte individualizada distinguimos que tenemos dos
opciones: considero que el yo humano es el principio y fundamento de mi vida (a
lo que llamaremos ego) o tomo conciencia que ese Uno es la causa y fundamento
de mi vivir (el Espíritu), debiendo el yo humano inclinarse ante el Espíritu.
Al avanzar la conversación comenzamos a caracterizar ambas posibilidades,
el ego y el espíritu, y sus consecuencias. Construimos el siguiente cuadro con
los caminos derechamente antagónicos que nos ofrecen ambas opciones.
La sorpresa se fue apoderando de cada uno de los que articulábamos ese diálogo
pues nos dimos cuenta que el espíritu y el ego no
son caminos compatibles. Consensuamos que por el hecho
de ser humanos el ego no es una opción, es una condición humana de la que es
necesario que nos hagamos cargo, por lo que pregonar su disolución o demonizar
su rol no nos conduciría a la gestión efectiva de ese rasgo humano.
Distinguimos que seguir las
directrices egocéntricas, divisionistas y competitivas del ego nos trae
sufrimiento y vivir de ilusiones utópicas. El ego tiene la capacidad de decirnos
que la felicidad está en el próximo paso, que cuando alcanzamos, se revela como
insatisfactorio y sin cumplir su promesa. El ego nos invita a vivir de
ilusiones y apariencias, donde nuestro valor está en la comparación con los
demás.
Necesitamos ganar y para ello los
otros tienen que perder. Se asienta el mundo de la escasez, de lo mío, de la
propiedad y del no compartir. Los otros son vistos como personas con las que
competir, en el mejor de los casos, y como enemigos a los que atacar, en el
peor. Se comienza a vivir en fantasías de miedo y ataque, siendo la ira el
motor principal. Todo genera miedo. Esto ofrece el ego.
Necesitamos vivir los efectos del
ego para saber, por contraste, que no nos lleva a ninguna parte y que sólo
produce desesperación, culpa y una vida miserable. Una vez que confirmamos en
nuestra vida que nuestros esfuerzos egóticos no nos trajeron las promesas de
tranquilidad, amor y paz, necesariamente tenemos que preguntarnos cuál es la
alternativa al ego.
Lo opuesto al ego es el camino
del Espíritu, ese donde vivimos en este mundo pero sabiendo que nuestra causa y
principio está en el Uno, en el Espíritu. En el Espíritu se vive en la unidad,
con la noción de comunidad por sobre la idea del yo, con el colectivismo antes
que el individualismo, con el compartir y colaborar como eje de la vida. Es una
mirada de abundancia, donde dar significa ganar y multiplicar, y nunca
significa perder. Dar alegría, entregar una idea y compartir un bien tienen
como resultado la expansión y multiplicación del mismo. La perspectiva es
ganar-ganar.
Todo tiene que ver con mirar el
mundo de un modo diferente. Más que cambiar el mundo de allá afuera, el
Espíritu cambia y amplía la propia mente con la que se mira el mundo. Es otra
perspectiva, por hoy la más infrecuente y menos popular en estos tiempos
competitivos y egocéntricos.
En los que se dejan dirigir por
el Espíritu, la culpa y el ataque son sustituidos por el perdón. El otro ya no
es visto como un enemigo o un rival, sino que se establece progresivamente la
idea de filiación, de ver al otro como un hermano igual a uno por naturaleza.
Es decir, las diferencias humanas son accidentales, pues lo relevante es que
somos Uno e iguales en el origen de la vida.
Quienes hagan la elección del
Espíritu serán vistos por los electores del ego como utópicos, fantasiosos,
poco realistas, alejados del mundo, volados, místicos, esotéricos, débiles o
enemigos fáciles de derrotar. Lo interesante es que los espirituales por
decisión no tienen nada que perder, pues en el Uno está y existe todo, operando
con reglas que no son las de este mundo.
Al cerrar esta conversación
muchos estábamos impactados. Creo que ninguno sospechó que nuestra vida tiene a
la base esta elección radical y cuya decisión marca caminos y destinos que no
se topan, pues no es posible un poquito de ego y un poquito de espíritu. Es lo
uno o lo otro.
El camino espiritual implica
desidentificarse del ego, saber que ese “yo humano” no soy yo, pues yo soy una
gota del Uno. La automaestría humana es el camino de poner el ego al servicio
del Espíritu, causa, principio, fundamento, autor y
actor de nuestra vida.
Nuestra vida cotidiana sigue
teniendo las mismas tareas, el mismo trabajo y las mismas relaciones, aunque
bajo la dirección del Espíritu, su significado, sentido, interpretación e
irradiación ya no los asigna el yo humano.
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