El ideal de vida
Pocas
personas declaran abiertamente contar con un ideal de vida. Parece una idea
romántica y algo ingenua para los tiempos presentes, marcados por el
pragmatismo, el consumo, las relaciones humanas transaccionales y la búsqueda
del éxito socio-económico.
Los
filósofos antiguos compartieron una idea: el sentido de la vida humana es
trabajar para conquistar en los propios actos un ideal caracterizado por las
mayores virtudes. Se buscaba que los esfuerzos personales se orientaran a
convertirnos en ese propio ideal, encarnando cada día un poco más esa
visualización de lo mejor de lo humano en mí.
El ideal
está marcado por la construcción presente de las virtudes deseadas,
generalmente la bondad hacia los demás, el amor universal, la armonía
emocional, el respeto a la vida, la paz en las relaciones con otros, la
humildad y el servicio como actitud en el quehacer práctico.
La palabra ideal
se asocia a utopía inalcanzable, a lo imposible de realizar. Es necesario que
resignifiquemos esa interpretación para concebir que el ideal es el horizonte
de sentido existencial, la dirección hacia la que orientamos nuestras
intenciones y nuestros esfuerzos creativos. Es la búsqueda del estado deseado,
la visualización respecto de lo mejor para mí y los demás.
Igual que
para los Reyes Magos que seguían la estrella de Belén, el ideal de vida es la
estrella que está en mi horizonte, en mi cielo personal. Su poder es el de
movilizarnos hacia ello, atrayendo nuestros mejores esfuerzos. Es la estrella
siempre seguida, aunque quizás nunca alcanzada. Eso no es lo relevante. La vida
se habita en el presente y en los procesos personales y sociales de construirnos
cotidianamente, por lo que de nosotros depende el foco en el proceso de
concreción de sentido. Los resultados derivarán de esa búsqueda cotidiana del
estado deseado.
La vida no
es objetiva. La objetividad es para el mundo de los objetos, y la subjetividad
es para el mundo de las personas y las relaciones. Tratar a los objetos con
subjetividad es patología (la lámpara me mira y me cae bien) y tratar a las
personas con pretensión de objetividad consolida relaciones de poder
subyugante, pues “unos pocos” acceden, exigen y obligan a otros a vivir “la
verdad” de su paradigma de vida (por ejemplo, la frase “debes hacer lo que digo
pues es lo que corresponde”).
Vivimos en
las propias historias, en los cuentos que nos contamos, en el relato de lo que
nos acontece y en las narrativas de logro y sufrimiento que nos construimos.
Ahí no hay nada objetivo. Si bien existen hechos concretos que marcan nuestra
biografía, nuestra vida la vivimos en las narrativas subjetivas que nos
contamos, en nuestras estructuras de valoración y significación del vivir la
vida. Más que vivir en “los hechos”, habitamos la vida desde nuestros
paradigmas, que a su vez son los que tiñen nuestra percepción de la realidad.
Reiteremos
la pregunta del gran psicólogo Paul Watzlawick: ¿es real la realidad? Para la
subjetividad humana la vida que habito es la que percibo, interpreto,
visualizo, construyo y busco. Desde mis modelos mentales soy y estoy en el
mundo, por lo que nuestras palancas de evolución, crecimiento y cambio están en
ampliar los límites de mis historias, mis creencias y mi horizonte de sentido,
el ideal buscado para mi vida.
De aquí se
deriva la importancia de la construcción de imágenes positivas sobre el futuro
de nuestra vida personal y en comunidad. Tal como dice David
Cooperrider, uno de los psicólogos estadounidenses creadores de la Indagación
Apreciativa, "los seres humanos creamos nuestras propias realidades a
través de procesos mentales y simbólicos. Por ello, consciente de que la
evolución futura es una opción humana,... el arte de la creación de imágenes
positivas sobre una base colectiva puede ser la actividad más prolífica en la
que los individuos y organizaciones pueden comprometerse, si su objetivo es
ayudar a llevar a buen término un futuro positivo y significativamente humano“.
Técnicamente, el poder de visualización está a la base
del ideal de vida personal, pues diseña la dirección buscada. El motor para el
camino son las emociones positivas, el estado afectivo de alta vibración y
positividad que nos llevará al florecimiento humano. El cerebro diseña y el corazón
realiza.
Algunas
investigaciones de psicología positiva muestran que las personas más felices
son aquellas capaces de amar de una manera más trascendente. El amor como
horizonte de sentido.
El choque
que se produce con la forma mayoritaria de ver la vida (lo instrumental, el
éxito, el consumo, las relaciones líquidas sin sustancia, la arrogancia como
forma de vida, el individualismo como impulsor de trabajo) es fuerte. Hay un
evidente desacople entre la visión del ideal de vida que hemos descrito y los
paradigmas dominantes en la vida de muchas personas. Es clave tener una
interpretación personal de ese desacople, que se hace evidente en las
relaciones con las personas y en el tipo de conversaciones que tenemos, pues
los intereses son de escalas diferentes y a ratos antagonistas.
Ante este
desacople, ¿mi ideal de vida es el que está equivocado pues no se ajusta al de
la mayoría? El ideal de vida remite a valores perennes y superiores. Esa es su
normalidad, la de los principios generales de la vida buena para todos. Si
busca normalidad estadística (querer ser como los otros) es el principio del
final del propio horizonte de sentido trascendente.
Por lo
mismo, hoy son pocos quienes se guían por un ideal de vida que busca la virtud
de los valores mayores. Se requiere certeza en ese ideal y fortaleza emocional
para afrontar la soledad de la automaestría, el desacople con las
conversaciones cotidianas, el señalamiento de “lo raro” de esa forma de mirar
la vida y lo descontextualizado de lo bondadoso, sutil y humilde. El camino
para lograr el ideal de vida es la automaestría, inspirada en la certeza del
sentido trascendente. Sus resultados derivarán del foco permanente en el
autoconocimiento, desde adentro hacia afuera.
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