Ser papá y mamá

Las vacaciones nos permiten estar todo el día con nuestros hijos, lo que para varios es un placer intenso y para otros una tortura interminable. En muchos casos esa alegría va combinada con no saber qué hacer en el día. Las relaciones típicas del año, marcadas por el trabajo de los padres y el colegio de los hijos, cambian su dinámica de interacción en vacaciones, generándose nuevos espacios, posibilidades, conflictos y sensaciones.

Los que somos padres nos preguntamos en alguna esquina interna, sobre todo cuando estamos cansados, demandados por los hijos y con su expectativa de que los entretengamos, ¿cuál es mi rol de padre y cómo debo ejercerlo? Es decir, primero cuál es mi concepción de paternidad, de la que se desprende en segundo lugar cómo llevarla a cabo.

La concepción, las ideas y las imágenes de un buen padre o madre son personales, no obstante se constatan algunos mínimos transversales: el rol de un padre-madre es educar y entregar un conjunto de principios y comportamientos rectores para la vida; acompañar a los hijos en su desarrollo corporal, mental, afectivo y espiritual; generarles el rigor y la tensión justa y necesaria para que creativamente desarrollen sus capacidades y talentos; satisfacer las necesidades básicas (alimentación, casa, educación y salud) y, lo más importante, hacerles sentir activamente que son amados, que fueron deseados y que su presencia es aceptada y validada (que no son un cacho).

Llegar a esta concepción de paternidad no es sencillo pues requiere poner mi yo al servicio de los otros, con la tarea de no borrarme, es decir, no entregarme 100% a los otros (pues eso termina generando frustración), sino que buscar el arte del equilibrio yo-otros, un balance entre el tiempo destinado a mi mismo y el tiempo destinado a los otros, donde la pareja, los hijos y la familia ocupan normalmente un lugar privilegiado como otros significativos.

El tema es cómo llevamos esta concepción “ideológica” de ser padre-madre a los hechos concretos, a una pedagogía cotidiana de educación-acción. Sin ser experto en trabajo con familias, desde una mirada sistémica surgen algunos tips centrales. Lo primero es conocido y esencial: modelar con el ejemplo. Es decir, ser un modelo de conducta para mis hijos. No un modelo de ideas, frases morales ni palabras bonitas. Lo que aprenden los hijos es centralmente cómo nos comportamos. Ese es el espejo en el que se reflejan y el que aprenden. Es un llamado a la coherencia parental, pues cuando los padres decimos una cosa y hacemos otra, los hijos aprenden lo que hacemos. La pregunta es si mi conducta actual, derivada de mi nivel de innovación personal y mi nivel de automaestría, está siendo un buen modelo para mi hijo. Cuando decimos “buen” modelo aludimos a los propios estándares mentales que tiene el papá o mamá.

Un elemento central en este modelamiento de comportamiento por parte de los padres es cómo nuestros hijos nos ven resolver los conflictos y manejar las emociones tóxicas. Cuándo estoy cansado y hay una pelea entre los hijos por el turno por un aparato electrónico o la TV, ¿cómo actúo?, ¿les grito, los castigo, los insulto, los maldigo, reacciono con tranquilidad, intento buscar una solución conversada o consensuada, o simplemente ejerzo mi poder desde el autoritarismo? Cuando me hacen una encerrona en el auto o alguien elude al pago de la Bip, ¿cómo reacciono? Cuando tenemos desacuerdos fuertes con la pareja, ¿cómo resolvemos los temas?, ¿discutimos en público o en privado?, ¿nos gritamos?, ¿involucramos a los hijos para hacer alianzas contra el otro padre?

Un papá y mamá que han avanzado en la madurez emocional deben proveer un contexto afectivo seguro y contenedor, libre de agresiones a la identidad de los hijos, independizando el sistema “pareja” del sistema “padres-hijos” y manteniendo los conflictos de cada sub-sistema separados. Esa positividad ambiental es la que permitirá el aprendizaje de la paz, la tranquilidad, la conversación y la templanza ante las dificultades.

Si los hijos no la ven en nosotros como padres, les será bastante difícil aprenderlo en la vida, pues sabemos que para casi todos lo que nos enseñaron los padres es palabra sagrada y requiere mucho trabajo consciente desinstalar las creencias parentales para construir las creencias propias. Por lo mismo, si modelamos creencias de armonía, conversación, amor, tranquilidad y afrontamiento pacífico de los conflictos les estaremos haciendo un gran regalo a nuestros hijos: los habilitaremos con competencias esenciales para vivir una vida en paz, preparándoles el camino para que ellos escalen hasta donde quieran en su automaestría.

Una imagen simbólica evoca el estándar de un buen padre-madre: el padre del hijo pródigo, silencioso, cariñoso, tranquilo, que mira mucho más allá de los errores de los hijos, siempre dispuesto a perdonar y comprendiendo que nuestro rol es ser el regazo afectivo incondicional, en ese balance de un padre firme y cariñoso, que guía como un tutor y genera la tensión creativa para mejorar, asegurando siempre el amor y la aceptación completa de la presencia y el ser que el hijo es. Se podrá discutir de las conductas erradas y criticar los errores cometidos, salvaguardando siempre la identidad de mi hijo, un otro tan legítimo como yo mismo. Para quienes quieran profundizar sobre su rol de padres recomiendo el libro “El regreso del hijo pródigo” de Henri Nouwen, basado en el análisis de la pintura de Rembrandt sobre esta parábola bíblica.

El rol de papá y mamá es esa alquimia que combina ejercer el rol parental con firmeza (rol asimétrico por definición pues los padres tenemos más autoridad que los hijos) con una actitud contenedora, amorosa, respetuosa del ser del otro, positiva y horizontal. ¡Que gran desafío de aprendizaje para todos quienes somos padres! Ser exigentes en el rol de padres y horizontales en la actitud.

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