La urgencia de un nuevo concilio

La iglesia católica es una de las organizaciones con mayor presencia en los últimos 2000 años, por lo que su realidad influye la vida y pensamientos de grupos numerosos de personas. Su opinión, crecientemente devaluada, sigue siendo escuchada por importantes grupos de poder político, cultural y económico, nos guste o no.

Una crítica frecuente a la iglesia católica es su lentitud para cambiar y su dificultad para leer los signos de los tiempos. Sus representantes se defienden con un argumento que invita al inmovilismo: la iglesia ha resistido los embates históricos por su apego a la tradición y a las ideas de los primeros concilios. Es decir, estamos aquí porque hemos cambiado poco, con apego a la doctrina.

Mucha de esa doctrina se generó en los concilios, las reuniones en que los obispos se ponían de acuerdo sobre cómo sostener la sobrevivencia de la iglesia. Se les tiñe de un halo exclusivamente espiritual y teológicamente se afirma que en los concilios al estar presente el espíritu santo, en sus conclusiones es Dios quien revela su palabra. Es difícil creer aquello, toda vez que la historia indica que los concilios han sido el equivalente a grandes reuniones organizacionales donde se ha mirado estratégicamente qué hacer y cómo hacerlo, para sostener la propia identidad y conservar las cuotas de poder e influencia. Todo legítimo, sin dudas. La esquina de ilegitimidad se asoma cuando esos válidos argumentos de tener influencia, poder económico y, sobre todo, control sobre las creencias y el estado emocional de los creyentes, son negados y sólo se tiñe de interés espiritual.

Vale la pena preguntarse si los tiempos actuales y la crisis mundial de legitimidad que atraviesa la iglesia católica no son una señal evidente de cambio de paradigma para este grupo, yendo más allá de los tradicionalistas y quienes dirán que la tormenta se capea sin hacer nada para no tomar decisiones erradas.

Como nunca la iglesia ha perdido la posición de autoridad moral que tenía. A fines de los 60 casi nadie en el mundo occidental discutía su estatus de legitimidad ética. Se posicionaba “arriba de nosotros”, con mayor autoridad que todos. La tecnología llevada a niveles de uso individual masivo (y sus impactos de instantaneidad y democratización del acceso a la información) y el rol más incisivo de los medios de comunicación han puesto a cualquier institucionalidad pública bajo la lupa de todos los ciudadanos, aumentando la exigencia de coherencia y las pruebas cotidianas de credibilidad entre lo que se dice y lo que se hace.

Las informaciones nos muestran las inconsistencias y mentiras entre lo predicado y lo obrado, siempre con el riesgo de la generalización latente. Al tener la información presente ante mis ojos soy libre de crear mi propia opinión, más amplia e informada, lo que me da autonomía y libertad. Cada día se necesita menos que otros piensen por mi, pues dispongo de los medios y la información para articular mi visión. Eso supone un socavamiento natural de las estructuras de autoridad. Este fenómeno cultural no tiene retorno y quienes aspiran a tener o conservar autoridad deben entenderlo como un signo de los tiempos.

Este nivel de cuestionamiento a la autoridad nunca antes pasó en la historia. La iglesia, los políticos y cualquier persona con autoridad ven su rol amenazado, su credibilidad cuestionada y no logran encontrar su lugar. Las actitudes y comportamientos que antes les servían, hoy empiezan a ser disfuncionales.

Los encuestas muestran que el prestigio de la iglesia católica ha bajado más de un 30% en Chile en los últimos 10 años y muchos de quienes sostenían una visión más cerrada e irreflexiva de sus creencias han comenzado a rendirse ante la evidencias de abusos, pedofilia, grupos de protección, despreocupación por las víctimas y la férrea determinación de Benedicto XVI de hacerse cargo de los sacerdotes abusadores, juzgarlos y reconocer errores. Un ejemplo. Los obispos formados por Karadima jamás habrían aceptado las evidencias contra su gurú si el Vaticano no emite una condena en su contra. Ahora no les queda otra que aceptar a regañadientes.

Este nuevo escenario de acceso más libre a la información pone a la iglesia en un tiempo que nunca antes vivió, con desafíos que no imaginó y con la tarea de repensarse a sí misma para retomar legitimidad. ¿Para qué existe la iglesia?, ¿para acompañar a sus fieles en la construcción de un modelo de vida buena como la de Jesús o para ser una organización poderosa e influyente? La iglesia sufre lo mismo que muchas personas individuales: una crisis profunda de sentido que es necesario abordar, pues la velocidad de los fenómenos socio-culturales la está dejando obsoleta y se ve poca reacción.

Abierta la pregunta del propósito de la iglesia, luego habría que pensar en sus claves de éxito, los tres o cuatro pilares de su conducción (¿el énfasis estará en el servicio o control de los fieles, escucharlos o predicarles, acogerlos o sancionarlos, centrarse en el aprendizaje o el pecado?) y en sus estrategias de acción.

La iglesia católica enfrenta un tiempo que nunca antes vivió. Casi siempre sus fieles tuvieron una fe infantil y ella administró sus emociones mediante el miedo (las cruzadas, la inquisición, el pecado y la sanción moral) y hoy eso se diluye rápidamente. Las personas están avanzando a la conquista de su libertad personal, despertando a su conciencia, con creencias adultas y dejando de adscribir a la institución por tradición o porque así debe ser. Hoy la iglesia enfrenta el desafío adaptativo de conservar su misión e influencia. Para ello es necesario que mire y escuche a los fieles, se repiense a sí misma, examine desde dónde han operado, en qué lugar de superioridad se han puesto y cómo está en el borde de cambiar o perder la credibilidad histórica a una alta velocidad.

Es urgente un nuevo concilio, con la actitud humilde de mirar los errores de frente, asumir la incertidumbre, reconectar con el sentido fundacional y acordar nuevas estrategias de servicio. Si no lo hacen, los fieles seguirán bajando, continuarán perdiendo credibilidad y aparecerán otras instituciones más cercanas que capturarán el rol de acompañar a las personas en su crecimiento espiritual.

Comentarios

Unknown dijo…
Comparto plenamente la necesidad de un nuevo concilio. Ya lo tuitué hace unos días.
Pero, a mi juicio, cometes un par de errores grandotes en tu análisis. ¿Quién, por favor, defiende a la Iglesia por su apego a la tradición y a las ideas de los primeros concilios? Digo, quién que permanezca dentro de la Iglesia y qué tenga un míniumo de formación teológica. A lo mejor a ti te ha tocado. Pero me suena a lectura parcial más que a otra cosa.
¿De dónde que "Este nivel de cuestionamiento a la autoridad nunca antes pasó en la historia"? Si fuera así, no habríamos vivido dolorosos cismos que nos mantienen estúpidamente divididos.
Te insisto en que yo creo firmemente en la necesidad de un nuevo concilio... pero no para dejar de perder fieles... como si se tratara del valor de las acciones en la Bolsa.
Necesitamos un nuevo concilio para, en el contexto actual, ser más fieles al Señor Jesús, y eso significa, creo yo, estar más prfundamente comprometidos con el ser humano, todos los hombres y todo el hombre (como dijera Paulo VI).
Un abrazo.-
Pablo:

Compartimos el fondo. Es cierto que hubo cismas históricos a nivel de cúpulas, aunque la masividad del cuestionamiento a la autoridad, en términos del número de personas críticas, no se había observado antes, en mi opinión.

Saludos,

Ignacio Fernández
Respecto del argumento de la defensa de la Iglesia mediante la tradición está en innumerables textos de teología. De hecho me sorprendió mucho cuando lo estudié, pues me pareció poco sustentable. Ahora el análisis se invierte respecto del argumento del cuestionamiento de la autoridad. Para la gente común y corriente importa poco la tradición. Para la cúpula de la jerarquía católica, los que toman las decisiones, parece ser clave.

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